Me desperté sobresaltada, agitada, empapada en sudor. Por un momento me encontré desorientada, no sabía dónde estaba. Me encontraba en una sala blanca con sillas alrededor de la pared. Alguien cogió mi mano y dijo a la vez “No pasa nadar, amor”. Un poco atontada miré a la persona que la apretaba cálidamente. Una alegría inesperada recorrió todo mi cuerpo. No podía creer que fuese él. Sus hermosos ojos avellana me miraban llenos de ternura y amor. Las palabras estaban atascadas en mi garganta y él parecía tan conmocionado como yo. Sin embargo, las palabras sobraban. Después de tantos años juntos habíamos aprendido a comunicarnos sin decir ni una palabra. Por un momento vino a mi memoria el día que me pidió que me casase con él. No fue necesario que preguntase nada, ni siquiera me hizo falta ver la cajita donde se escondía aquel precioso anillo.
LEER MÁSEn cuanto le vi entrar aquel día a la casa de mis padres, con esa sonrisa misteriosa que solo él es capaz de poner y me miró a los ojos… “Sí” le dije sin más besándolo, sin importarme que de un momento a otro mis padres pudiesen entrar por la puerta “¿Ni siquiera vas a dejar que te lo pregunte?” Fue todo lo que dijo cuando dejamos de besarnos sonriendo como jamás le había visto sonreír.