Odiaba aquel lugar con toda su alma. Le traía muy malos recuerdos, le horrorizaba el paisaje con aquellas piedras cinceladas que parecían burlarse de ella cada vez que pasaba por su lado recordándole a cada instante lo frágiles y delicados que éramos y lo corta que era nuestra estancia en este mundo.
Solo por él hacía aquello cada primer domingo de mes. Lo había querido tanto… Nada de aquello había sido justo. Si existía un Dios era un maldito bastardo que no hacía más que jugar con ellos. Siempre había sido muy devota, pero su fe había hecho aguas en los últimos tiempos, demasiados contratiempos, demasiado dolor como para mantenerla intacta.
Llegó a aquella maldita piedra que la recordaba que ahora estaba totalmente sola en aquel asqueroso y sucio mundo. «Raúl Borrajas Ruíz, por siempre en nuestros corazones», rezaba en la inscripción que odiaba más todavía. Allí, marchitas, estaban las rosas que había llevado el mes anterior ¿Para qué se molestaba? Él no iba a saber si le llevaba o no flores, pero le parecía inadecuado ir allí sin nada. Lo había hecho una vez y se había sentido totalmente observada en aquel vacío y tenebroso lugar. Miles de ojos invisibles la habían escrutado y juzgado por aquel atrevimiento, por lo que nunca volvió a aparecer por allí sin ninguna ofrenda en las manos.
Se arrodillo lentamente en la húmeda y fría tierra mientras una lágrima caía por su rostro. Lo había amado con toda su alma hasta el último día de su vida, en el que su alma se había ido también con él convirtiéndose en una mujer taciturna y antisocial que lo único que esperaba cada día era que llegase su hora para reunirse con él donde quiera que estuviese.
Unos ruidos en una fosa abierta que estaba allí al lado llamaron su atención. Seguramente algún animalillo se había metido en aquel agujero y ahora no podía salir. Se lo diría después al sepulturero para que lo sacase y no muriera de hambre o sed.
Volvió a concentrarse en la lápida de su marido. Quitó las rosas marchitas y colocó un par de blancas y orgullosas orquídeas. Al hacerlo, el recuerdo de su boda golpeó su mente haciendo que se tambalease sobre las rodillas. Instintivamente levantó la mano y miró su alianza que aún brillaba impoluta. Habían tenido muy poco tiempo. La vida no había sido justa con ellos, les había arrebatado las ilusiones y las esperanzas de un plumazo en solo unos años.
De nuevo un ruido en el agujero donde debía estar el pobre animal atrapado llamó su atención. Miró hacia el lugar en el que se encontraba la caseta en la que solía estar el sepulturero. Se levantó dispuesta a pedirle que mirase qué había en aquella fosa cuando la curiosidad la paró en seco. Sonaba… sonaban como golpes amortiguados y débiles sonidos agudos que no era capaz de identificar. Dio la vuelta sobre sus pies y fue a asomarse al interior del agujero. Al ver lo que había dentro el horror le hizo dar un pequeño grito que despertó a algunos oscuros y alados habitantes de aquel maldito lugar que haciendo un escandaloso ruido de batir de alas salieron huyendo.
Un blanco ataúd de madera descansaba en el fondo y era de dentro del mismo de donde salían aquellos extraños sonidos. Aterrorizada, corrió a la caseta del sepulturero. Ambos fueron a toda prisa hacia allí. El hombre bajó hasta la caja sintiendo como si el corazón fuese a escaparse de su pecho y justo cuando sus manos acariciaban la madera del cajón para abrirlo un horrible y desgarrador grito salió del interior rasgando de nuevo el silencio del camposanto.