La red social (3)

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Al fin una buena noticia llamaba a la puerta de su oficina. Hacía mucho tiempo que había dado aquel caso por perdido. Era más listo que todos ellos y lo había demostrado de todas las formas posibles. Pero nadie era perfecto y aquel error le iba a costar muy caro. Al fin todas aquellas víctimas, que lo observaban cada día acusadoras por no encontrar a su asesino desde el tablón de la pared, encontrarían la paz.

Se paseó pensativo por su despacho, ése que había sido como una amante exigente, pero la única que le había sido siempre fiel, la única que siempre había estado allí. Ahora tenía que pensar muy bien cómo llevar las cosas. De momento habían conseguido que el hospital y los medios colaborasen con ellos y difundieran a bombo y platillo que el asesino de la red había vuelto a actuar sumando una nueva víctima a su currículo.

De repente su mente volvió al hospital donde aquella valiente mujer le había narrado con pelos y señales todo lo ocurrido. Hoy hubiera sido uno de esos días en los que si hubiera tenido familia habrían celebrado lo cerca que estaba de resolver aquel maldito caso y meter a aquel desgraciado en un lugar donde nunca volvería a ver la luz del sol. En lugar de eso cenaría solo, como cada noche, y pensaría en aquella testigo. El asesino de la red no era tonto, siempre elegía a las más guapas y la prueba de ello eran las fotos del tablón de su despacho. Todas ellas habían sucumbido a sus encantos y habían pagado caro por ello. Recordó cómo la bata del hospital se ceñía sobre él cuerpo de la testigo…

Habían tenido mucha suerte en que ella fuera periodista, en cuanto le hubo contado el plan que querían llevar a cabo para cazar al asesino no dudó en llamar a su periódico y dar instrucciones para que todos creyeran que había muerto. Imágenes de la descripción que les había dado sobre el sexo desenfrenado que habían tenido antes de que intentase asesinarla invadieron su mente imaginando que era él quien le hacía todas esas cosas… El pantalón comenzó a molestarle a causa de la erección que había provocado al evocar aquellas imágenes.

Se sentó tras su mesa, si alguien entraba no quería que lo viesen así. Echó un vistazo a los papeles que descansaban sobre el escritorio y esbozó una triste sonrisa. Lo había perdido todo a causa de aquel caso pero al fin iba a resolverlo y tal vez fuese capaz de volver a tener una vida. No pensó para nada en su mujer y su hijo que vivían lejos y no querían saber nada de él. Los entendía, entendía que lo odiasen por todas las noches que habían tenido que cenar sin su presencia, por todos los actos importantes que se había perdido por su trabajo, por todas las noches que había dormido en otras camas.

Sacó su cartera y de ella la fotografía que le había hecho a la única testigo viva del asesino de la red que se hacía la muerta. No quería que nadie de la comisaría supiera que ella estaba viva, si quería que aquello saliese bien debían engañarlos a todos, además, desde hacía tiempo sospechaba que el asesino pudiera ser un policía. Observó la fotografía, incluso con aquella macabra pose era hermosa. Llamó a su secretaria y le pidió que hiciera una fotocopia de aquella fotografía para el tablón. «¿Otra más?» preguntó escandalizada. Si para aquel desgraciado todo aquello era un juego ahora iba a saber lo que era perder porque ahora quien ponía las reglas iba a ser él.

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La red social (2)

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Odiaba aquel lugar con toda su alma. Le traía muy malos recuerdos, le horrorizaba el paisaje con aquellas piedras cinceladas que parecían burlarse de ella cada vez que pasaba por su lado recordándole a cada instante lo frágiles y delicados que éramos y lo corta que era nuestra estancia en este mundo.

Solo por él hacía aquello cada primer domingo de mes. Lo había querido tanto… Nada de aquello había sido justo. Si existía un Dios era un maldito bastardo que no hacía más que jugar con ellos. Siempre había sido muy devota, pero su fe había hecho aguas en los últimos tiempos, demasiados contratiempos, demasiado dolor como para mantenerla intacta.

Llegó a aquella maldita piedra que la recordaba que ahora estaba totalmente sola en aquel asqueroso y sucio mundo. «Raúl Borrajas Ruíz, por siempre en nuestros corazones», rezaba en la inscripción que odiaba más todavía. Allí, marchitas, estaban las rosas que había llevado el mes anterior ¿Para qué se molestaba? Él no iba a saber si le llevaba o no flores, pero le parecía inadecuado ir allí sin nada. Lo había hecho una vez y se había sentido totalmente observada en aquel vacío y tenebroso lugar. Miles de ojos invisibles la habían escrutado y juzgado por aquel atrevimiento, por lo que nunca volvió a aparecer por allí sin ninguna ofrenda en las manos.

Se arrodillo lentamente en la húmeda y fría tierra mientras una lágrima caía por su rostro. Lo había amado con toda su alma hasta el último día de su vida, en el que su alma se había ido también con él convirtiéndose en una mujer taciturna y antisocial que lo único que esperaba cada día era que llegase su hora para reunirse con él donde quiera que estuviese.

Unos ruidos en una fosa abierta que estaba allí al lado llamaron su atención. Seguramente algún animalillo se había metido en aquel agujero y ahora no podía salir. Se lo diría después al sepulturero para que lo sacase y no muriera de hambre o sed.

Volvió a concentrarse en la lápida de su marido. Quitó las rosas marchitas y colocó un par de blancas y orgullosas orquídeas. Al hacerlo, el recuerdo de su boda golpeó su mente haciendo que se tambalease sobre las rodillas. Instintivamente levantó la mano y miró su alianza que aún brillaba impoluta. Habían tenido muy poco tiempo. La vida no había sido justa con ellos, les había arrebatado las ilusiones y las esperanzas de un plumazo en solo unos años.

De nuevo un ruido en el agujero donde debía estar el pobre animal atrapado llamó su atención. Miró hacia el lugar en el que se encontraba la caseta en la que solía estar el sepulturero. Se levantó dispuesta a pedirle que mirase qué había en aquella fosa cuando la curiosidad la paró en seco. Sonaba… sonaban como golpes amortiguados y débiles sonidos agudos que no era capaz de identificar. Dio la vuelta sobre sus pies y fue a asomarse al interior del agujero. Al ver lo que había dentro el horror le hizo dar un pequeño grito que despertó a algunos oscuros y alados habitantes de aquel maldito lugar que haciendo un escandaloso ruido de batir de alas salieron huyendo.

Un blanco ataúd de madera descansaba en el fondo y era de dentro del mismo de donde salían aquellos extraños sonidos. Aterrorizada, corrió a la caseta del sepulturero. Ambos fueron a toda prisa hacia allí. El hombre bajó hasta la caja sintiendo como si el corazón fuese a escaparse de su pecho y justo cuando sus manos acariciaban la madera del cajón para abrirlo un horrible y desgarrador grito salió del interior rasgando de nuevo el silencio del camposanto.

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